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Dicen los estudiosos que normalmente todos los procesos para reformar al Estado terminan “constitucionalizando el autoritarismo, no democratizando a los países”.

‎En México, las fuerzas políticas resultantes de la primera sustitución del partido en el poder, durante el año 2000, no fueron capaces de pactar una reforma del Estado, ni siquiera la agenda para la discusión de sus temas y la consecuente negociación. Hubo enormes obstáculos para plantearlas. La oposición no pudo presionar y el PAN no quiso.

Nunca se dio la reforma al régimen de gobierno (ni un mínimo de obligaciones frente al Legislativo), aunque era más esperada que agua de mayo.‎

Sin embargo, en el “antiguo régimen priísta”, un pacto de transición a la democracia era visto como si fuera un anuncio de derrota anticipada. Estimulaba a los adversarios del sistema para “juntar las canicas” y combatirlo. Era un mal presagio.

Podía generar‎ suspicacias entre los electores de que, ante la inminente derrota del antiguo régimen, éste buscara protegerse. Esta postura fue suficiente para que sus “líderes de opinión” y corifeos desistieran del empeño.

Nadie quiso abandonar sus “zonas de confort” en el antiguo PRI. Gran error de sus estrategas. Parecían mariscales ingleses declarando con fuete y monóculo la victoria, ante un montón de cadáveres de sus ejércitos regados en el campo de batalla.

Los observadores amistosos del priismo concluyeron que era suficiente que hubiera elecciones libres y bien vigiladas para que sentara sus reales la democracia efectiva.‎ Después de que el contrario ganó, comprobaron que ya eran los panistas quienes se negaban tajantemente a una reforma del Estado pactada.

La lucha por la transición se convirtió en un lugar común de excesos, petulancias y alharacas, en el cual los opositores al sistema dominante desplazado encontraban un espacio para medrar o para pontificar, a la sombra de cualquier miedo. Se erigieron muchos padres de la patria.

‎Se comprobó que los “grandes teóricos”, que se refocilaban y atragantaban en el Grupo San Ángel, sólo iban por la foto, los estipendios, las canonjías y los placeres culinarios y báquicos que ofrecía gratis el gobierno, a cambio de no “tocarlo” ni con su aliento.

Se pasó por alto la oportunidad para cambiar correlaciones de fuerzas, controles autoritarios del poder, arbitrios irresponsables y establecer condiciones y consecuencias para reformas institucionales que hicieran posible la gobernabilidad del Estado, buscada por todos. Fue un herradero.

Los dos presidentes panistas que entraron a la casa de Doña Leonor fijaron sus prioridades, y como es práctica de El Sistema, todos los actores políticos las hicieron suyas. Por lo general eran caprichos a modo para sus negocios, los de la familia, los de la pareja, los de los hijos de la pareja o los de sus compañeros de parranda electoral.

La pregunta básica siempre fue: ¿Para qué compartir el poder, si lo hemos ganado ‎legítimamente?, decían los que estaban acomodados. ¿Para qué correr el riesgo de que la gente del Presidente se apodere del proceso de reforma constitucional en su beneficio?, se preguntaban los del régimen priísta que empujaban para sustituirlos.

‎El principio jurídico supremo del confort para los políticos de entonces, de uno y otro signo, parece que fue el tópico aldeano: “no busques, lo que no has perdido”. Se aprendieron dos o tres parrafitos de los libros de moda y salieron a buscar y asaltar improvisados, que de esos sobraban.

Reformas de EPN, ópera bufa

‎En efecto, por el lado de los políticos tradicionales, siempre opuestos a cualquier cambio que significara menguar su poder, prefirieron no poner a prueba a un Presidente que pudiera utilizar los medios para construir un poder plebiscitario –logrado con menos del 40% de votos efectivos– apoyado por reformas constitucionales y los sahumerios de los medios de comunicación a modo.

El sustrato de los miedos era la posibilidad de fortalecer a cualquier Presidente de derecha, no fuera que, a través de las reformas constitucionales, privatizara la electricidad, el petróleo y el gas, y propusiera la reelección para sí mismo. ¡Qué horror! ¡Nunca supieron qué tan cerca estaban!

Les llegó por una supuesta izquierda –narcosocialismo, en realidad– y se llama Andrés Manuel López Obrador.

‎Platicando con algunos de los actores de aquella comedia de birlibirloque, reconocen que nunca pensaron que diez años después pudieran haberse intentado aquellas voladas, se hubieran logrado reformas “estructurales” de una magnitud incalculable, y no hubiera ningún “resulto”. El corrupto Enrique Peña Nieto les dio en la torre.

Ni el gobierno impuso su voluntad, ni las oposiciones aseguraron un proyecto sólido para garantizar su porvenir político y se instaló la parálisis total, disfrazada de “Pacto por México”. La temida reforma fiscal fue un gran fracaso, sólo un buscapiés regresivo que causó inestabilidad y estanflación. La reforma educativa, un fiasco. Las reformas para privatizar electricidad y petróleo son hasta la fecha una quimera, que no trascienden la amenaza.

La inseguridad y la violencia campean en todo el país‎. Un beodo dio el escobazo al panal y acabó con cualquier posibilidad de arreglo. No obstante, el narcotráfico es la única actividad que crea empleo, genera dinero para el circulante y define la agenda del establishment en todos los terrenos operativos. En el peor escenario, la reforma del Estado es un dato histórico. Casi una anécdota bufa.

Las reformas que sí urgen

Al cuarto para las 12, cuando sólo le faltan escasos días para dejar formalmente –repito: formalmente—el poder presidencial, AMLO consiguió que su sumisas bancadas en el Congreso de la Unión y, a velocidad turbo, las Legislaturas estatales aprobaran su reforma a la Constitución para demoler –Norma Piña dixit, con toda razón—al Poder Judicial de la Federación.

Todo con un desaseo que, bien dice el colega Andy S. K. Brown, los asemeja con los cárteles delincuenciales con los que, ahora sí ya sin duda alguna, mantienen una sociedad para el crimen. Levantones y extorsiones se asomaron en las cuatro sesiones que le cambiaron el rostro a la República.

Un desaseo tal que, si la SCJN se atreve –luego de que los opositores presenten los recursos correspondientes– podría invalidar esos feos parches a la Carta Magna

Peor aun cuando la confusión mental del autor de la propuesta es enorme. Ni siquiera sabe que el Ministerio Público forma parte del Poder Ejecutivo. Cree que está inscrito dentro del Judicial. ¡Y a partir de ahí su reforma plantea la elección de los juzgadores!

‎La única agenda de “reformas del Estado” que interesa hoy y la que obligadamente tendrá que enfrentar la aún Presidente Electa es la que emerge de la misma crisis, fiscal, financiera, monetaria, económica y petrolera.

Aun así, no hay para dónde. La respuesta de la realidad ha sido el recorte presupuestal para destinar los recursos a obras que ensalzan la megalomanía de AMLO.

Hay demasiados pendientes en los apartados de la democracia gobernable, de los resultados en diversos sectores, como educativo, laboral, de seguridad, de productividad y competencia, de salud, de alimentación y, en general, en todos los mínimos de bienestar que reclama la población para vivir en un sistema equitativo. Sin embargo, eso ya no es lo prioritario, por imposible. Lo urgente es saber si a estas alturas todavía hay Estado.

Los morenistas ya nos demostraron que su absoluta incapacidad es suficiente para acabar con cualquier “torito” que les pongan enfrente. Son insaciables e incompetentes.

‎¿Y la Presidente? Bien, gracias

En un sistema como el mexicano, cuando el presidencialismo ensancha sus atribuciones, sólo la población, a sangre y fuego, puede recuperarlas.

El poder perdió su aura. Su infalibilidad ya no es la misma. El supremo facilitador de lo imposible, el último de los negociadores en la escala de mando ya no existe. El Estado está destruido.

‎Para qué queremos reformas, si el aparato político ya no existe.

¿Y la Presidente?

Bien, gracias.

Entonces, ¿para dónde nos hacemos?

En menos de seis años, el Estado ha quedado demolido.

Indicios

No se extrañe de que el próximo domingo, a las 23:00 horas, en el balcón presidencial de Palacio Nacional se pronuncie, entre muchos ¡vivas, ¡vivas!, un ¡viva la Reforma Judicial! Se tiene planeado publicarla en el Diario Oficial de la Federación el mismísimo 15 de septiembre, para que entre en vigor el 16 de septiembre cuando, ¡oh paradoja! –o parajoda– se conmemora a la Independencia Nacional. * * * Le agradezco que haya leído hasta aquí. Le deseo, como siempre, ¡buenas gracias y muchos, muchos días!

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